Académico del Departamento de Historia
Universidad Iberoamericana
Hay una lección que se deriva del crimen perpetrado por un puñado de sicarios contra el casino Royale de Monterrey: hoy la frontera entre el crimen y la política es ostensiblemente porosa. Que el umbral que separa al crimen organizado de la esfera política ha sido en México tradicionalmente movedizo no es ninguna novedad. El régimen de partido único, que dominó al país durante siete décadas, fue un orden en el que la relación entre ambas esferas se regía por el principio de la puerta revolvente: la política se servía del crimen, y el crimen de la política. Pero los territorios que ambos ocupaban estaban definidos por un axioma instrumental: el primado de lo político. El crimen fungía como su subordinado. De esta jerarquización se nutrió el espectro de opciones que hizo del PRI una fuerza que gozaba de consenso sin tener necesariamente aceptación. El PRI nunca dejó de ser visto como un “mal inevitable”.
A partir de 2007, año en que se emplea por primera vez el ejército para combatir frontalmente al crimen organizado, las partes de esta ecuación se invirtieron: el crimen pasó a tener un primado sobre lo político. Esta peculiar inversión tiene su origen en una visión en la que el mundo conservador finca su idea de la política. Para el PAN, la función primordial del Estado no es, como en la tradición liberal, la regulación de los conflictos, sino la de su anulación, la de su desplazamiento y desfiguración. El solidarismo siempre tuvo como objetivo erradicar de la mirada ciudadana a lo constitutivo de lo político, que es el conflicto, para sustituirlo con la promesa de la administración.
Sin embargo esa inversión ha fallado. Hoy es bastante evidente que el problema de la violencia en México no es precisamente de orden “criminal”, sino que su lógica lo convierte esencialmente en un problema político. Aceptar este hecho abriría las esclusas para empezar a encontrar su solución.