Por Gilberto Prado Galán
Académico de la UIA
Si suscribimos la ecuación muerte-novela, donde todo el mundo sabe qué va pasar, pero nadie sabe cómo, la muerte más artística es la de quien sabe, mucho tiempo antes de que ocurra, la forma específica de la partida: alguien que padece una enfermedad incurable y que la batalla durante varios años, por ejemplo.
Es muy rara la muerte por elección cuya trama fue ideada varios meses antes de su puesta en marcha: el suicida decide interrumpir el río de sus horas casi siempre en la víspera, cuando la novela agoniza y su autor emprende la escritura de las últimas páginas.
Las mejores novelas, como las mejores muertes, son aquellas en donde el autor conoce no sólo el fin sino la manera en que éste habrá de ocurrir. Los caídos por causa de accidentes y que sufren lo que con enorme torpeza denominamos una muerte natural, son protagonistas de una novela fallida, donde el súbito final es gratuito, impuesto por la circunstancia, no planeado ni deliberadamente inducido por el autor.
Quizá la elección de la forma concreta de morir tenga qué ver, aún más, con la elección de la propia enfermedad, del malhadado recurso literario de conocer qué provocará el desenlace. Ningún enfermo de cáncer elige morir de tan deplorable manera. Incluso los fumadores odian la sola posibilidad de la muerte por cáncer.
Entre todas las muertes, por la elección de la enfermedad y por el conocimiento previo y calculado del desenlace (aunque éste sobrepuje en terriblez todas las previsiones del autor, por el desquiciamiento interno y libérrimo del protagonista), la más artística es la provocada por el alcoholismo crónico. El autor de la novela de su vida elige morir lentamente, sabe cómo va a morir (y no descarta ser arrollado por un vulgar automóvil a la vuelta de la esquina) y pone los medios necesarios para que la resolución tenga éxito, no para que sea feliz, por supuesto.
La consunción que provoca el alcohol, en quien ha elegido quemar sus días con ese lento fuego, se parece al consejo de Edgar Allan Poe en el sentido de que todo lo puesto en un cuento, desde la primera palabra, deberá estar orientado hacia la consecución de un deliberado efecto.
Es cierto que las múltiples causas concretas del arte de morir, en quien ha elegido el alcoholismo como principal estratagema, son un cómo acaso imprevisible: paro respiratorio, cirrosis, infarto, etcétera. Pero esas derivaciones ya no forman parte de la intención original del autor, y pueden ser inocentes erratas que en una siguiente edición alguien que no será el autor aconsejará que desaparezcan.