jueves, 29 de abril de 2010

Algo sobre violencia y sociedad

Dr. Alfonso Mendiola
UIA


No pretendo hablar sobre los casos recientes de violencia que se han vivido en todo el país, sino sobre la manera en que nuestra cultura, la occidental, ha tratado de controlar las conductas de violencia. Este proceso ha sido de varios siglos. Para entender esta larga duración bastaría con pensar que las sociedades anteriores a las nuestras estaban basadas en la figura del guerrero.

Esas sociedades anteriores a la nuestra valoraban a los seres humanos por y a partir del ejercicio que hacía de las armas. Es decir, se era más importante cuando se era capaz de participar en la guerra. Aún más, una parte central en la experiencia humana era la de participar en alguna guerra. Lo anterior, aunque nos sorprenda, se debía a que sólo las gentes con un poderío económico alto tenían el derecho a portar armas.

Dicho de otra manera, la condición para poder traer un arma era la de ser lo suficientemente rico. Riqueza económica y violencia iban juntas. La aristocracia –los poderosos- tenía el derecho de hacer la guerra. Curioso, pues la participación en la guerra era el derecho de unos cuantos.Tómese en cuenta lo siguiente: era un derecho y no una obligación.

Durante varios siglos -según algunos historiadores a partir del siglo XV- se ha intentado, poco a poco, de cambiar ese uso de la violencia. ¿Por medio de qué procesos se ha intentado ese cambio? Primero por la prohibición de portar armas. Segundo por la monopolización de las armas por medio del Estado. Tercero por medio de mecanismos que supriman las conductas agresivas.

En otras palabras, podríamos resumir lo anterior en dos grandes dichos: “las cosas se resuelven hablando” y “la violencia genera más violencia”. Quinientos años llevamos tratando de eliminar la violencia y la agresividad del interior de la vida cotidiana y todo –cuando menos en nuestro país es claro- nos dice que hemos fracasado.

¿Por qué motivos el control de la agresividad no ha tenido éxito? ¿Por qué los problemas se siguen solucionando a balazos? ¿Qué de este proyecto civilizatorio-occidental ha fracasado? No es fácil responder. Sólo quisiera que intentáramos contar cuantas veces resolvemos nuestros problemas por medio de un gesto agresivo, ya no el uso de una arma, sino solamente por medio de un grito.

En fin, parece que quinientos años no ha sido suficientes para abandonar el uso de las armas.

jueves, 22 de abril de 2010

El hueso que más duele es el reloj

Gilberto Prado Galán
UIA


Siempre me ha fascinado el verso de Rafael Alberti “El hueso que más duele, amor mío, es el reloj”. El poeta, como sabemos, pidió que arrojasen sus cenizas al mar. Y uno se pregunta: ¿dónde quedó el reloj de Alberti?, ¿se volvió cenizas como su cuerpo? El legado lírico del autor de Marinero en tierra fue, como sabemos, polimorfo, poliédrico. Me gustaban los versos albertianos que musicó Joan Manuel Serrat, pero más el que ya cité: entraña, sin duda, un enigma.

Sé que en un primer examen el verso citado provoca o induce un desconcierto. Uno se pregunta, desde la perspectiva previsible de una lógica rutinaria, ¿por qué, en ese verso, el poeta dice que el reloj es un hueso? La lógica no dilucida el verso.

Y la poesía, como dijo Octavio Paz, puede ser inexplicable, pero no ininteligible. La poética-analógica es el reino de las transfiguraciones es, recuerdo aquí a Lezama Lima, la casa de los espejos. El reloj es un hueso porque así lo autoriza su contigüidad espacial, montado en la muñeca. Yo creo que Alberti se refiere al reloj ceñido al cuerpo, no al Cu-Cu ni al despertador.

Se pregunta uno: ¿por qué el reloj es el hueso que más duele? Porque ese hueso da fe del tránsito del tiempo y, por ello, evidencia nuestra naturaleza efímera (y reciente).

Hay una interpretación segunda quizá no menos aventurada y es, precisamente, la identificación del corazón como el reloj aludido por Alberti. Entonces tendríamos que fraguar una sustitución sugestiva: “El hueso que más duele, amor mío, es el corazón”. Así, al hacerlo hueso, al osificar al corazón, petrificamos el tiempo y evitamos nuestro deterioro en el mundo.

Me quedo, en fin, con el primer verso de Alberti y repito, aún más emocionado, que “El hueso que más duele, amor mío, es el reloj”.

jueves, 15 de abril de 2010

Y después de la modernidad, ¿qué?

Por Ilán Semo
UIA


Habría que empezar por definir la posibilidad de una pregunta que aparece como una simple deriva. Una pregunta sobre la forma que adquiere el “espíritu de la actualidad”, ahí donde cualquier forma parece socavar su propia estabilidad antes de poder llamarse una forma, donde la única forma concebible es la que ha empezado su proceso de disolución antes de dejar la traza en que se le puede distinguir como una estación discernible en el tiempo. Esa pregunta comienza por la más banal de las disyuntivas: ¿y ahora qué?

Partamos de un enunciado de grado cero: la modernidad es (o fue), entre todas sus proposiciones, la obsesión por el cambio: el cambio convertido en un móvil de si (y para sí) mismo. Cambiar significó esencialmente: innovar, renovar, agregar, profundizar, ampliar.., en fin: todas las alegorías pertinentes al culto a la novedad, a la inmanencia y la sorpresa de lo nuevo, al violento goce de lo nuevo destruyendo lo existente, lo dado, lo nuevo convirtiendo al espacio de su emergencia en una obsolescencia, en un espacio ya sin espacio, en una sombra, la estela a espaldas de la novedad. ¿Cómo entender entonces la no/novedad, la innovedad, del prefijo “posmodernidad”? (Porque si algo anuncia la “posmodernidad”, en tanto que concepto, es decir, como signo de arrastre, es que la última nueva de la modernidad reside en que ya no contiene novedad alguna.)

En primer lugar: como una última nueva para el tejido de la modernidad; tal vez, la menos esperada que podría habérsele anunciado, pues en la medida en que la única novedad posible consiste en que ya no hay novedad alguna, el mecanismo de rehabilitación de la promesa de la modernidad podría ingresar en un fade out, en un dym, en un lento atardecer que se apaga o se pierde simplemente.

En segundo lugar: el hallazgo de que el relevo (die Aufhebung) a las aporías de la modernidad se encuentran (y encontraban) en su seno mismo, y no en ningún perímetro exterior.

En tercer, lugar: el primado de la obsolescencia producido por el iterante retorno de la novedad, que ahora se impone ya no sobre las partes, cuya caída aseguraba la restitución permanente del “flujo” de la modernidad, sino sobre el axioma que permitía codificarla como una cascada, que siempre encontraba un declive por el cual podía volver a emerger como una movilización de sí misma.

Le pregunta entonces sería: y después de la modernidad, ¿qué?

jueves, 8 de abril de 2010

Aprender a vivir de la mano del Filósofo Esclavo


Javier Prado Galán
Académico
de la UIA


Muchas veces nos dejamos llevar por las opiniones que tenemos sobre las cosas. Por ejemplo, el prejuicio de que todas las suegras son desagradables nos puede llevar a rechazar injustamente a personas valiosas en sí mismas. “No son las cosas las que atormentan a los hombres, sino las opiniones que se tienen de ellas.”, aseguraba Epicteto, el filósofo cojo y esclavo. Hemos de combatir, si queremos vivir con garbo, todas las opiniones erróneas que tenemos sobre las cosas. De ese modo viviremos en paz.

Nuestros padres, nuestros maestros, pero sobre todo los medios de comunicación masiva, suelen distorsionar las ideas que debemos tener sobre las cosas y de ese modo vivimos con temores ante problemas como la muerte, el dolor, el mal, la guerra, la pobreza, el calentamiento global, etc. El trabajo de objetivación es uno de los más penosos. Es verdad que no hay objetividad sin subjetividad pero hemos de hacer un esfuerzo por pasar de la “doxa” (mera opinión superficial) a la “episteme” (ciencia o conocimiento en sentido estricto).

Por otra parte, solemos sentirnos culpables de circunstancias que no dependen de nosotros. Nuestra impotencia ante tales callejones sin salida nos hace un tanto infelices. Lo ilustro con el siguiente ejemplo. Un familiar pasa por una delicada crisis económica. No tiene para pagar hospital y operación de una de sus hijas. Yo siento escrúpulo pues no puedo ayudarlo. Sin embargo, ello no depende de mí. No cuento con los medios para salvar esta conmovedora y delicada situación.

Epicteto, el filósofo esclavo, aconseja: “La verdadera tranquilidad de espíritu consiste en no desear sino lo que depende de nosotros mismos… Un solo medio hay para alcanzar dicha tranquilidad, menospreciar todo lo que no depende de nosotros.” Podría sonar esto a una invitación al conformismo como si buscar lo imposible no fuera aconsejable. En el 68 se solía decir: “seamos realistas, busquemos lo imposible”. Sin embargo, la invitación es a realizar los sueños posibles, que pueden ser muchos, depende de la energía y la imaginación que invirtamos en nuestras acciones. Todo es cuestión de actitud.