jueves, 11 de febrero de 2010

Panopticismo

Tropos de la memoria
Panopticismo

Por Ilán Semo, UIA
En el texto que Michel Foucault escribió sobre el diseño en que Bentham desarrolla en el siglo XVIII la idea de un presidio basado en el principio del panoptikum, se puede leer una visión sobre los tejidos del poder moderno que define, vista de desde la perspectiva de hoy, una ruptura en la historia misma del concepto de “poder”. Para Foucault el poder cobra sentido, ante todo, como una estrategia de vigilancia. Y vigilar supone, como operación esencial, una estrategia de observación. Doble estrategia: una manera peculiar de ordenar las cosas que se miran y la forma en la que se miran.

El Panoptikum de Bentham concibe un presidio circular o cuadrado, cuyas paredes interiores están constituidas por las celdas que recluyen a los presos. El preso tiene así una visión hacia el patio central, en el que se ubica una torre de una altitud mayor a la de los muros que sostienen a las celdas. Los guardias principales están situados en la parte superior de la torre. Así se logra una geografía en la que el guardia de la torre puede observar/vigilar las 24 horas a cada uno de los presos en la intimidad de sus celdas sin ser él mismo observado. Y más aún: puede vigilar a los vigilantes que atienden a los presos, sin que éstos sepan necesariamente cuál de los guardias los vigila.

La mirada del vigía central satisface así el requisito de poder vigilar todo el presidio y cada una de sus partes escapando a cualquier posibilidad de ser observado él mismo. Un ordenamiento que no dejaba de ser revolucionario en las prácticas carcelarias. La idea misma de poder observar el todo y sus partes, una idea que en el siglo XVII sólo era atribuible al ojo de la divinidad, adquiría así una solución sencilla y práctica. Foucault sugiere –aunque nunca se dedicó a investigarlo- que ese principio de observación acabó rigiendo otros órdenes modernos de encierro como la escuela, el hospital, el cuartel, etcétera, en donde el requisito de vigilar a los que vigilan suponía un nuevo tejido de seguridad y observación.

La pregunta de si este nuevo “orden visual” tuvo algún efecto sobre la mirada de la pintura a partir de la segunda mistad del siglo XIX se ha postulado de manera dispersa. Pero acaso habría que prestarle mayor atención de la que se le ha conferido. Al parecer, por ejemplo, una manera de codificar (o descodificar) ciertos cuadros de Escher daría pie a repensar la posibilidad de que el Panoptikum de Bentham incluía una orden visual más extenso y diseminado que el que suponía tan sólo el orden carcelario, al cual se le podría llamar simplemente panopticismo, tal y como lo sugieren V.R. Schwartz y J.M Przyblyski en su antología sobre la cultura visual del siglo XIX (The XIX century visual cultura reader, Routledge, 2004) La imagen Asalto mortal en el tiempo, en la que unos trabajadores limpian una superficie suspendida en el vacío, a la cual es imposible definir como un “piso” o un “techo”, donde el “arriba” y el “abajo” se confunden hasta la ironía, y el “atrás” y “adelante” son convenciones ya insostenibles, configura precisamente un orden en el que es posible observar “el todo y sus partes” sin perder la dimensión de ninguna de ellas.

El dilema o la paradoja del cuadro es que Escher ha inventado un orden visual que marca una ruptura, digamos terminal, con cualquier forma imaginable del “principio de realidad”. Y su ironía es que el efecto de panoptikum, el panopticismo, que aspira a “capturar” microscópica y telescópicamente la “realidad”, se haya traducido en una pintura que inhabilita cualquier principio de realidad.

Otra pintura a la que rige una paradoja similar es el mural que Diego Rivera pintó en Palacio Nacional a partir de 1929. El mural despliega una “historia de México” en tres muros dispuestos como tres aristas de un rectángulo. En la cuarta arista, la de la escalinata, se sitúa quien observa el mural. La “historia” se representa a través de más de un centenar de figuras dispuestas bajo un orden que ha suscitado las más variadas discusiones, desde su definición a partir del fauvismo (Octavio Paz) hasta quien ha encontrado en él un misterioso subtexto de la imaginación masónica. Sea como sea, lo que observamos en el extenso fresco es, una vez más más, un orden que nos permite observar “el todo y sus partes” simultáneamente. Pero precisamente la incertidumbre de esa discusión nos da a entender que Rivera desactivó cualquier relación posible con algún “principio de realidad”, tal y como le es dado a la pintura política del siglo XIX. El panopticismo del mural acarrea la misma ironía que los laberintos interminables de Escher: el todo es un concepto que, llevado a la tela o a los muros, sólo es concebible como el grado cero del efecto de realidad.

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