jueves, 13 de enero de 2011

La palabra no pensada: pedagogía del sonámbulo

Gilberto Prado Galán
UIA

En varias circunstancias, en el breve trayecto de la vida, los animales enfermos de eternidad, como nos dijo Unamuno, ponemos en marcha la voz sin tener noticia de que lo hacemos: sonámbulos, afásicos o ignorantes. En cada uno de estas situaciones de la vida humana pronunciamos palabras sin saber lo que decimos. El trabajo concordado de pensamiento y lenguaje es uno de los signos de la plenitud reflexiva.

Sin embargo, cuando el vaso del sueño es colmado por imágenes que pugnan por salir, por manifestarse más allá de los límites que impone el territorio del imperio onírico, nos levantamos del lecho, decimos quién sabe qué, y volvemos a nuestra cama dormida.

Si el cielo es el lugar de los espíritus, como quería Malebranche, el lecho es el lugar de los gozosos, de los enfermos y agónicos y, sobre todo, de quienes inventan una religión, intermedia entre los cultos de la vida y de la muerte, denominada sueño. La libertad ¾lo dijo Spinoza¾ es un sueño con los ojos abiertos.

Durante los periodos de gestación del habla por los durmientes existe el riesgo de que se filtre, a través de la porosidad de la inconsciencia, un pensamiento escanciado en voces que jamás serían pronunciadas en la vigilia. La sinceridad, por supuesto, es en este caso una actividad involuntaria, y el protagonista puede decir, ya puesto otra vez frente a las cosas del mundo, “no sabía lo que decía, ése que dijo aquello no era yo, era una sombra mía, un fantasma que me habita mientras duermo”.

En dirección opuesta a lo que sucede a ignorantes o afásicos, el sonámbulo dice cosas que en el momento del trance no sabe, pero que alguna vez pensó o entendió, durante las espabiladas horas de la vigilia, donde la introspección descubre maravillas que no podemos decir, a riesgo de perder la amistad de los otros, la salud psíquica y quizá los dientes.

Por lo general, la dificultad que encara el sonámbulo es la de que su verbalización es torpe: tartamudeo, tartajeo, gelatina verbal, plastilina de voces que no forman una sintaxis inteligible o, para no incurrir en pleonasmo, una sintaxis sin adjetivo. Quienes descubren al sonámbulo, caminando sobre la cuerda floja de sí mismo, acercan el oído, buscan sentido a las frases que profiere, intentan dar coherencia a una ensalada de voces sin destinatario.

Las palabras aquellas son un fragmento, en el largo y misceláneo camino de los discursos que en el mundo han sido, que hubo sido tomado al azar, sin premeditación y sin guía: es un decir de locos, de caballo suelto en la llanura.

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