miércoles, 25 de mayo de 2011

Juan Rulfo y los colores de lo mexicano

Ronit Guttman Berditchevsky
Estudiante de la Licenciatura en Comunicación
Universidad Iberoamericana

Leer Pedro Páramo fue una experiencia de bella angustia, o quizá más de escalofrío. Todo siempre bajo el compás puntual de un ritmo sutil y dócil, aunque no por ello menos decadente: un pueblo muy mexicano de campesinos a merced de un cacique todopoderoso; un padre incapaz y sus muchos muertos sin sosiego. Luchas de poder y falta de condiciones dignas; cultivo de revolución. Y sobre todo amor; amor jamás correspondido. ¿Es triste, no es cierto? Es un silencio profundo y deprimente, a la vez que la cocción de un rumor ensordecedor. Se trata de la radiografía de un pueblo en determinado momento, sus vivencias, sus consecuencias, su alba con espíritu deseoso y un amor nunca resignado, carente de toda esperanza.

La historia de Juan Preciado ocurre bajo un sol inclemente, que llena la boca del polvo que se levanta de la tierra; un pueblo fantasma, habitado por almas desoladas e inhóspitas. Si tuviera que pintar un paisaje para este relato, sin duda elegiría colores terracota: marrón, ocre, ladrillo, beige y un poco de blanco y negro.

Si como yo, querido lector, alguna vez has viajado a alguno de estos pintorescos y –ahora turísticos– pueblos espectrales entre ciudades en el interior mexicano, bien podrás imaginar el lugar que trato de describir cuando pienso en la historia de Juan Preciado, Pedro Páramo y Susana San Juan. Donde los muertos son más que los metros con los que cuenta su geografía; caminos a merced de quien se atreva andarlos y muros orgullosos aún de pie, pero exhaustos, dominados por un par de manos y un par de pies, no menos cómplices de millares que cerca de ellos murieron, pero jamás descansaron.

Claro que visitar ahora un pueblo así resulta similar a un viaje a Disneyland. No obstante, la sensación de angustia y temor vuelven al pensar que de no tener a dónde más ir, es precisamente allí en esos parajes rulfianos donde uno va a morir, tal y como ocurrió a Juan Preciado sin así buscarlo y menos quererlo. Concebir la historia que sedada yace bajo estos caminos, pensar que en ellos se levantó una Revolución (que para puro calcetín sirvió) que tan lejana a nosotros percibimos, es un vuelco emocional que trastoca.

Juan Rulfo consigue acercar a nosotros esas distancias en tiempo y espacio. Y me pregunto si como yo, otros que por estas páginas anduvieron y reflexionaron su ser mexicanos o no serlo, lograron rejuvenecer esa sensación de pertenencia y especial afecto a este terruño del que uno viene o cree venir.

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